jueves, 28 de agosto de 2008

UN HUECO

A las pocas semanas, Don Emilio me telefoneó personalmente. Como el que comenta una pequeña incidencia en la cuenta de resultados, me explicó que su hija había salido la noche anterior para asistir a un cocktail, numerosos testigos dieron fe de su presencia. Se retiró hacia las tres de la mañana, bastante temprano para alguien acostumbrado a ver amanecer bebiendo sorbos de champán. Por la mañana, todos supusieron que estaba durmiendo. Hasta el mediodía en que la sirvienta llamó a su puerta para ofrecerle un refresco y preguntarle si comería algo. No había nadie en su habitación y trataron de localizarla en su móvil que resulto apagado o fuera de cobertura. Y las amigas interrogadas declararon que marchó sola de la fiesta. Todo era raro en su proceder y Don Emilio sospechaba que algún tipo de chantaje o secuestro planeaba sobre sus cabezas.

Acudí a la mansión de los Fonollosa para interrogar a la familia. Don Emilio mantenía a raya los nervios de su esposa a base de chupitos de licor y me uní al festejo. Don Emilio no era ningún tonto y su hija era discretamente seguida por un guardaespaldas que también estaba convocado y confirmó la versión oficial: se fue a descansar alrededor de las tres y media cuando Valeria entraba en la mansión. La única posibilidad de secuestro pasaba por una invasión en el recinto de la finca, evitando tanto los perros como las alarmas. Pedí inspeccionar la habitación de la chica. Fui conducido a una estancia tres veces mayor que mi apartamento, con varios ambientes, todos decorados en un intento de detener el tiempo; querubines, peluches, encajes y cursiladas diversas trataban, en vano, de ocultar la evidencia de que la niña había franqueado la pubertad por la puerta grande.

En el otro extremo de la habitación existía una puerta que conducía a un vestidor de unos diez metros cuadrados. Al pie del espejo, al fondo, se veía una montaña de diseños exclusivos, rechazados por no ser suficientemente buenos para Valeria Fonollosa. La cantidad de prendas que se apretaban por centímetro en los estantes darían para reponer una planta entera de unos grandes almacenes. De ahí que me sorprendiera un espacio vacío de medio metro en uno de los altillos. Interrogué a la sirvienta y me contestó que era el hueco que ocupaba la maleta de la niña. Bajé y le dije a Don Emilio que no se preocupara por extorsión alguna: Nadie prepara las maletas antes de su secuestro.

Sonó el teléfono: Alguien al otro lado exigía cinco millones de euros a cambio de la liberación de Valeria. Empezamos bien.

COSAS QUE JODEN

Apuré medio vaso de anticongelante y me serví otro medio. Hay cosas que joden y otras que rejoden. Esperar en una cola me jode, el sonido de las chanclas me jode, las fiestas hasta el amanecer de mis vecinos rumanos me joden, pero repetir el trabajo me rejode. Estoy seguro de que cuando escribí en mi cuaderno CASO CERRADO es porque di con la clave del misterio y ahora me va a tocar hallarla de nuevo. Y esta resaca no está por ayudarme. Hasta donde recuerdo… no recuerdo más que salí a tomar unas copas dispuesto a hacer algunas preguntas. Una excusa como otra para no quedarme encerrado en el despacho compadeciéndome.

Valeria Fonollosa era la hija del importante empresario Emilio Fonollosa, los negocios de papá habían brindado a la joven gacela una existencia feliz y algodonosa; más aún si se tiene en cuenta que la chica se las había arreglado para convertir un físico escuálido, de perfil judío, en el de una de las mujeres más deseadas en cualquier ranking de belleza. Con la cartera llena y sus ingles brasileñas podía meterse en el catre a quien se le antojara. Malcriada, hizo bandera de sus modales caprichosos ante unos medios de comunicación que, literalmente, babeaban ante su arrogancia. Fiestas y saraos eran su hábitat desde muy niña. Una privilegiada en toda regla.

Desgraciadamente, un buen día su padre se aburrió del acero y decidió diversificar su negocio. Invirtió en ladrillos y le fue aún mejor con lo que, crecido, se dedicó también a los combustibles. Con enorme éxito hasta que unas desavenencias con los rusos le pusieron en el punto de mira de la mafia, que aprovechó un veraneo de la familia en la Costa del Sol para volar su vehículo. Bastante magullados, salvaron la vida de milagro y ahí entré yo a participar en el juego de los Fonollosa. Me hicieron llamar, enviándome un billete de avión y un cheque como adelanto por descubrir a los artífices del atentado. No sé quién les habló de mi reputación pero no iba a ser yo el que les llevara la contraria. El día que me personé en la mansión Emilio Fonollosa aún empujaba la silla de ruedas de su esposa y su secretario parecía la momia; sin embargo Valeria no presentaba ni un rasguño y se acurrucaba en un sillón bebiendo batidos de fruta, mientras ojeaba las revistas. Nunca olvidaré los shorts deportivos que vestía aquella mañana.

No me costó mucho descubrir quién estaba detrás del atentado pero le recomendé a Don Emilio Fonollosa que no emprendiera una vendetta contra tipos tan peligrosos. Me respondió: “Pardo, su trabajo ha concluido pero creo que le haré caso”. Días después y aprovechando que gracias a la minuta permanecí un tiempo de vacaciones en la Costa del Sol, leí en un diario local sobre la detención de uno de los capos de la mafia rusa, acusado de ordenar el intento de asesinato de los Fonollosa. No tengo ni idea de qué hilos se movieron durante aquellos días y prefiero no saberlo. Como en El nombre de la rosa, el conocimiento puede resultar mortal.

miércoles, 27 de agosto de 2008

PARDO YA NO TIENE EDAD

Desperté tirado en mitad del despacho que hace las veces de dormitorio demasiado a menudo. La sequedad de la boca me llegaba al esófago y se celebraba una tamborrada en cada hemisferio de mi cerebro. Instintivamente, comprobé si llevaba puestos los zapatos y busqué mi cartera: la encontré más vacía que el corazón de mi ex mujer. Había sido una larga noche de indagaciones por los antros de mi ciudad que jamás recogerá la Guía del Viajero. Andaba tras la pista de la hija de Fonollosa; sí, el importante industrial que acapara las portadas tanto de Actualidad Económica como del Diez Minutos. Me incorporé y me serví una generosa ración de anticongelante, embotellado al modo de bourbon, para aclarar mis ideas o terminar de enmarañarlas. En mi cabeza aparecieron imágenes borrosas de la noche anterior que no era capaz de fijar. Acudí a mi libreta en busca de respuestas, una colección de notas que según avanzan se vuelven menos legibles y una última: CASO CERRADO. Siempre escribo la misma frase cuando doy con la pista que me conducirá al cincuenta por ciento restante de mis honorarios. Sin embargo, no lograba entender mis notas finales y busqué en mi cabeza la última puta pieza del puzle con escasos resultados: no recordaba apenas nada de la noche anterior. Joder, Pardo, pensé, ya no tienes edad para estas cosas.