viernes, 27 de febrero de 2009

DOSSIER

Dediqué buen tiempo a leer los pormenores del dossier sobre Angeline Sheperd. Desde muy joven tuvo interés por los estados alterados de conciencia. Tras convertirse en maestra de yoga, fue introduciéndose en todas aquellas disciplinas que prometían conectarla con otras realidades, de ahí su continuado viaje a las fuentes del esoterismo. Con el tiempo, descubriría una herramienta para expandir su mente mucho más poderosa que los ejercicios físicos o la respiración en cuatro tiempos: las drogas. Comenzó a experimentar y quedó fascinada por el enorme potencial de los sicotrópicos. Sin embargo, necesitaba alguien que le sufragara sus excursiones mentales y decidió abrir una escuela orientalista en Ixelles. Lo que se inició como una academia, devino en autentica secta: Abrió una residencia permanente donde los que ingresaban eran aislados de su entorno, se les sometía a trepanaciones con objeto de favorecer el riego del cerebro y se les infligían pequeñas mutilaciones para que explorasen a través del dolor áreas ocultas de su sique. Aunque aquellas prácticas pusieron la fundación en el punto de mira de la policía, poco se pudo hacer en tanto que contaban con el beneplácito de los adeptos. Hubo que esperar a que, tras varios ejercicios discretos, la cuenta de resultados se disparase: no era posible generar aquellas cifras de ingresos a partir de seminarios de meditación tántrica. La investigación destapó un laboratorio clandestino en el que se sintetizaban estupefacientes de todo tipo y se desmontó una red de distribución que proporcionaba pingües beneficios. Se sospechaba que Angeline controlaba a sus adeptos a través de un cóctel de ácido lisérgico mezclado con otras drogas y que ejercía de madame en orgías en las que podrían participar magnates y políticos de Bruselas. No parecía mala hipótesis a tenor del comportamiento de estos, entorpeciendo la investigación y silenciándola en los medios. Incluso se acusó a un director de periódico de complicidad en la inmediata fuga de Angie. Nadie contaba con la proverbial actuación de un mediocre detective de bajos fondos. Por fin, aquel asunto me ofrecía la oportunidad de lucirme; una oportunidad que llevaban demasiado tiempo hurtándome. Me invadió cierto pánico.

Sonó la señal de mensajes de texto en mi móvil: “Necsito l piso un par de horas. S ha prsentado Aurora. Mario”. Había de ser cuidadoso con mis siguientes pasos, así que renuncié a hacer tiempo en la taberna por aquello de mantener la cabeza despejada. Caminé hasta el parque del pueblo y me detuve en su mirador. Mingorriana está levantado apurando al máximo la orografía serrana, por lo que ofrece unas espléndidas vistas del valle en su atardecer. A un lado quedaba la carretera que sube hacía la sierra y que se corta a los dos kilómetros, justo donde arranca el camino forestal que conduce a la Granja. Vi pasar un furgón Hummer que ascendía en esta misma dirección.

lunes, 23 de febrero de 2009

PASAPORTE

Según regresaba, conduciendo, me sentía un imbécil integral. Haberme dejado asustar por aquel rebaño… pero ciertamente Clementine me parecía peligrosa y uno le debe ya demasiadas vidas a su instinto. Además, era imprudente seguir en la Granja y arriesgarme a un encuentro con Valeria, aunque tan ida como estaba la última vez sería difícil que me reconociera.

Proseguí mis indagaciones en el Ayuntamiento. El propietario de la granja resultó ser un cordial labriego, invalido tras un accidente. La Seguridad Social le había concedido una pensión y en su Granja se encontraba demasiado aislado y decidió alquilarla para venirse al pueblo. Según me explicó, Clementine pagaba puntualmente la cantidad acordada y nunca le había creado problemas, aunque a decir verdad él tampoco se los había dado a ella pues nunca subía por allí. Le pedí ver el contrato y me dijo que nunca habían firmado uno, la única documentación que poseía era una copia del pasaporte. Clementine McGuire, americana, había dado unos cuantos tumbos por el mundo, aunque parecía que Bruselas se destacaba como campamento base de sus variados periplos por Europa, India o las Antípodas. Me despedí del labriego, prometiéndole un chato de vino la próxima vez que nos encontrásemos en la tasca.

Llamé al único amigo que aún me quedaba en el Cuerpo y le pedí que moviera el nombre por los ficheros, a ver qué suerte teníamos. Mientras esperaba y como no me apetecía interrumpir a Mario que estaría absorto en sus estudios sobre hemoglobina, me largué a la taberna más cutre que encontré: de las de suelos de serrín y el poster de la selección española en las paredes, la selección de 1982, claro. Pedí un vermú y luego otro y luego otro, esperando algo de charla. Me sentía como la tipa esa de los gorilas, tratando de ganarme la confianza de los paisanos. Era cuestión de echarle tiempo.

Por fin, uno se avino a hablar conmigo y me contó que el turismo les estaba haciendo mucho bien y trayendo buenos duros al pueblo. Y luego están todos esa gente rara que van a la Granja de la montaña. Toda esa cantidad de tipos que se iban allí a vivir como ganado le llamaban mucho la atención: Bajan al pueblo a vender yogures que luego se llevan los turistas porque nosotros ya lo fabricamos en casa. Y luego, la jefa que tiene una mirada que asustaba. Coincidía al ciento por ciento con el amigo.

A media tarde sonó el teléfono. Como Clementine McGuire no teníamos nada. Pero, podría ser casualidad que alguno de los movimientos del pasaporte coincidían con una tal Angeline Sheperd, sobre todo en cuanto a sus estancias en Bruselas. Y ahora viene lo bueno, actualmente se halla en paradero desconocido, tras ser verse implicada en una trama muy turbia de prostitución y tráfico de estupefacientes. Le pedí a mi amigo que me enviara de inmediato un dossier a mi correo electrónico y allí la tenía… una joven Angeline Sheperd, me miraba desde la pantalla del cibercafé con la misma lumbre en los ojos que aquella misma mañana en la Granja.

lunes, 16 de febrero de 2009

PELIRROJA

Terminada la sesión de solárium, la formación se disolvió, acudieron a un barracón que servía de vestuario y de allí salieron hacia diferentes frentes, cada uno con su tarea: el huerto, los establos, limpieza, la venta… Se movían ordenada y pausadamente, como una colonia de abejas funcionando al ralentí.

Decidí saltar al ruedo. Retrocediendo unos cien metros desde mi posición se abría el sendero que descendía al campamento. Era un camino incómodo plagado de guijarros que cedían con mis pisadas, como intentando salvaguardar alguna clase de secreto. En el último tramo, por culpa de un resbalón, casi doy de bruces con uno de los tipos, barbudo y desaliñado, que desbrozaba la entrada de la Granja. La mirada era la misma que lucía Valeria el día de su fallida liberación: pupilas, como platos, perdidas en el horizonte. El tipo sonrió mecánicamente. Aquello era como aparecer en mitad de La Invasión de los Ladrones de Cuerpos. Avancé entre los miembros de la comunidad que desempeñaban su labor, ajenos a cuanto les rodeaba.

Accedí al a un almacén de madera abierto al público. Me detuve a estudiar el tablón de anuncios que ofrecía información sobre talleres de artesanía, cursos de meditación vedanta y ponencias sobre sanación y homeopatía. Un poco más adelante un pequeño mostrador desvencijado tras el que se exponían toda clase de cultivos y productos naturales. Atendía una chica de apenas veinte años: mismos andrajos, misma mirada. De la trastienda apareció la mujer huesuda y pelirroja; de momento era la única que no exhibía mirada ausente sino que clavó en mí sus pupilas de fuego. Cada vez daba peor rollo andar por allí.

Fingí ser un comprador. Pedí lo primero que encontré a la vista: pimientos, tomates y un tarro de yogur que producían con métodos naturales. Mi médico estaría orgulloso, de existir.

- ¿Me aconsejas un producto más? – pregunté por distraer las miradas de la pelirroja que se hallaba tensa como un perro de presa.

- Nuestros melones tienen buena fama.

- Bien, llevaré uno mediano.

- ¿Clementine? –preguntó la chica que despachaba - ¿A cuánto está el kilo de melón?

Joder, era Clementine y no Clemente a quién andaba buscando; así habían errado mis indagaciones. Por fin, en una sola mañana, conseguía atar varios de los cabos que me habían atormentado las últimas semanas. Decidí salir de allí cuanto antes. Mejor no tentar la suerte porque se apoderó de mí una extraña sensación: De repente, no me pareció disparatada la idea de que la tipa ordenara mi despiece a su legión de zombies. Tan precipitado salí en mi huida que choqué contra uno de aquellos mastuerzos que empujaba una carretilla, derramando todo su contenido. Volví a sentir como se me clavaba la mirada de Clementine mientras subía la pendiente que me alejaba de la Granja.

martes, 10 de febrero de 2009

LA GRANJA

La noche acabó como dios manda: dos tipos tambaleantes marcándose el rumbo a casa a empujones en el costado.

Las resacas con pan son menos y en el campo apenas una molestia. El sol calentaba lo suficiente para que salir de la cama no fuese un calvario y el reloj de campana que habitualmente golpea mi cabeza era hoy un Casio de pulsera.

Mario ya se estaba levantado, trabajando en su escritorio.

- Pensé que ibas a pasarte todo el día sobando. A este paso Valeria muere de vieja antes que la localices. – Sufrí un deja vu: ¿había regresado a casa de mis padres?

Mientras se hacía el café, cotilleaba en el escritorio de mi amigo, plagado de libros de medicina.

- ¿En qué andas, tío?

- Estoy documentándome para mi próxima novela.

- ¿Y de qué trata, de un hospital?

- De vampiros.

Me resultó curioso pero me abstuve de hacer más preguntas. Como muchos, Mario tiene sus supersticiones respecto a sus proyectos. No es que crea mucho en ellas pero gusta respetarlas.

Me disfracé de excursionista: chirucas, pantalón de pana y, si no fuese por el forro polar, parecería un progre trasnochado. Los prismáticos, dos paquetes de Coronas y una petaca por todo equipamiento.

Arranqué el coche y serpenteé hasta el apeadero donde terminaba la carretera. “Sigue a pie por el camino forestal y a unos quinientos metros, a la derecha, queda la Granja Violácea” me indicó Mario. Fue fácil dar con ello: un cartel de madera en forma de flecha indicaba el camino que descendía hacía la Granja. No se ocultaban de nadie.

Decidí husmear. El camino forestal quedaba como a unos 50 metros por encima del valle dónde se ubicaba la granja. Estaba compuesta por tres edificios, uno de ellos un establo por el que asomaban gallinas y otros animales.

No hacía frío pero sí fresco. Por eso me sorprendió encontrarme en la trasera del último edificio a una treintena de personas en pelotas. Pegué un lingotazo a la petaca y me senté en una piedra a espiar con los prismáticos: era un grupo variopinto, formados por tipos barbudos y chicas de pelo sucio. Se encontraban en formación de semicírculo frente a una alberca en la que se iban introduciendo de uno en uno. Al salir por el lado opuesto les esperaba una mujer pelirroja y enjuta: Parecía que le hubiesen introducido un aspirador por el culo, vaciándola de masa corporal; sus pechos colgaban como dos diminutas bolsas de basura. La pelirroja, con un paño, iba secando al resto antes de incorporarse a una nueva formación, que tomaba el sol en medio de una explanada. Allí estaba Valeria, huesuda y desaliñada; apenas recordaba a aquella lolita con la capacidad de pervertir al monje más virtuoso. Me administré un trago. Otra de las chicas salió de la piscina, mientras la pelirroja secaba sus pechos reparé en la espantosa cicatriz que lucía donde debía figurar su pezón izquierdo. El lingotazo se me acababa de atragantar en el gaznate.

jueves, 5 de febrero de 2009

FORASTEROS

Los pacharanes y la exaltación de la amistad nos hicieron pasar a mayores. Sírvanos un par de gin tonics repetido el suficiente número de veces te garantiza una estupenda melopea,y aunque al final pronunciásemos hirfanoz un bar de girntonis el camarero seguía entendiendo nuestro mandado. Y los servía, claro. Seguimos departiendo de la condición de meretrices del género femenino, excepción hecha de madres y hermanas y de cuantos temas absurdos se nos ocurrían. Con el suficiente combustible, Mario se liaba a teorizar sobre los asuntos más peregrinos: desde filosofía presocrática a la vanidad de los que soportan las oenegés. Nuestra sobremesa devino cena y ya éramos parte del mobiliario de la taberna. Los paisanos nos miraban con una mezcla de sorpresa y hostilidad, al tiempo que mi percepción de los mismos varió de la de inocentes moradores de la tierra a embrutecidos explotadores de la misma. Cosas que me suceden cuando bebo.

Decidimos plegar velas no sin antes tomar la penúltima en el pub local. Entramos y observamos el singular concepto de elegancia de su propietario: una mezcla entre bar de camioneros y cantina del oeste, con acabados en madera y algún animal disecado por sus paredes. Desde luego no desentonábamos entre grupos que terminaban el día jugando al billar, las divorciadas borrachas gritando canciones de Shakira o el tipo derrumbado delante de su enésima cerveza al final de la barra. Nuestra charla seguía y seguía: ahora Mario me explicaba cómo los servicios de inteligencia habían conseguido burlar la infertilidad de un miembro de la casa real, fingiendo el embarazo a base de almohadones y un secuestro; cosas que se entera uno por internet. Naturalmente no creía en conspiraciones pero le divertía difundirlas. Y de lo que seguimos hablando ya no me acuerdo. Solo recuerdo que, en un momento dado, al levantar la vista de la barra, observé como detrás de mi amigo aparecía un garrulo tambaleante intentando abrirle la cabeza con un taburete. Me asusté y al percibirlo, Mario se dio la vuelta y un empujón de su dedo índice bastó para que el agresor perdiera todo equilibrio y cayera de culo al suelo.

- Te presento a Damián. Es un clásico. Odia a los forasteros, lo cual significa odiar a cualquiera que no haya nacido en un kilómetro a la redonda. Sucede mucho por aquí; por este país me refiero…- y rió con sordina.

miércoles, 4 de febrero de 2009

PUTAS

- …todas las mujeres son unas putas.

Sin duda, hay oraciones con el poder atávico de provocar la total comunión entre dos hombres. Sobre todo después de una buena comida, tres copas de pacharán y de que mi amigo me preguntara como iban las relaciones con mi ex.

Llegué a casa de Mario en la sierra. Un piso no muy grande de dos habitaciones en una de las cuales me alojó. La estancia, atestada de cajas con libros, tenía una cama desde la que se divisaban los montes. Iba a ser agradable despertar allí.

- Espero que no te molesten las cajas. Llevo aquí ya un año y no he tenido tiempo de ordenar la biblioteca. Creo que estoy esperando a la jubilación- se disculpó y marchamos a comer.

La cercanía de la materia prima es señal de que uno disfrutará de un buen almuerzo y entre los dos diezmamos las ganaderías que pacían en los pastos cercanos. Charlamos e interrogué a Mario sobre la lamentable adaptación al cine de su novela.

- Sabía que sería una mierda pero me ha permitido cumplir con mi anhelo de establecerme en el campo. ¿Qué otras opciones tiene una película en este país si no trata sobre la guerra civil? Pero si te soy sincero me importa un bledo: yo escribí una novela, no una película. Que por carambola las facturas me las pague el cine en lugar de los libros es algo que no me quita el sueño. Al menos no rodaron un thriller erótico.

Mario me estuvo explicando hacia dónde debía encaminar mis investigaciones: una granja naturista en las afueras de Mingorriana. Allí se asentaba una comuna que se pretendía autosuficiente, aunque no lo era tanto y solían bajar al pueblo a comerciar con huevos, hortalizas y artesanía. En una de esas fue donde Mario creyó reconocer a Valeria. Husmearía por allí tan pronto digiriese el efecto de los pacharanes.

Igual que le había pasado con la vida en la urbe, Mario se había cansado del perfil femenino habitual de los círculos intelectuales, plagado de neuróticas dueñas de su vagina, y había decidido buscar la sencillez. Le pregunté por Aurora, la chavala del pueblo con la que se veía:

- Lo dicho, Pardo, todas unas putas.

- Salud, amigo.