martes, 10 de febrero de 2009

LA GRANJA

La noche acabó como dios manda: dos tipos tambaleantes marcándose el rumbo a casa a empujones en el costado.

Las resacas con pan son menos y en el campo apenas una molestia. El sol calentaba lo suficiente para que salir de la cama no fuese un calvario y el reloj de campana que habitualmente golpea mi cabeza era hoy un Casio de pulsera.

Mario ya se estaba levantado, trabajando en su escritorio.

- Pensé que ibas a pasarte todo el día sobando. A este paso Valeria muere de vieja antes que la localices. – Sufrí un deja vu: ¿había regresado a casa de mis padres?

Mientras se hacía el café, cotilleaba en el escritorio de mi amigo, plagado de libros de medicina.

- ¿En qué andas, tío?

- Estoy documentándome para mi próxima novela.

- ¿Y de qué trata, de un hospital?

- De vampiros.

Me resultó curioso pero me abstuve de hacer más preguntas. Como muchos, Mario tiene sus supersticiones respecto a sus proyectos. No es que crea mucho en ellas pero gusta respetarlas.

Me disfracé de excursionista: chirucas, pantalón de pana y, si no fuese por el forro polar, parecería un progre trasnochado. Los prismáticos, dos paquetes de Coronas y una petaca por todo equipamiento.

Arranqué el coche y serpenteé hasta el apeadero donde terminaba la carretera. “Sigue a pie por el camino forestal y a unos quinientos metros, a la derecha, queda la Granja Violácea” me indicó Mario. Fue fácil dar con ello: un cartel de madera en forma de flecha indicaba el camino que descendía hacía la Granja. No se ocultaban de nadie.

Decidí husmear. El camino forestal quedaba como a unos 50 metros por encima del valle dónde se ubicaba la granja. Estaba compuesta por tres edificios, uno de ellos un establo por el que asomaban gallinas y otros animales.

No hacía frío pero sí fresco. Por eso me sorprendió encontrarme en la trasera del último edificio a una treintena de personas en pelotas. Pegué un lingotazo a la petaca y me senté en una piedra a espiar con los prismáticos: era un grupo variopinto, formados por tipos barbudos y chicas de pelo sucio. Se encontraban en formación de semicírculo frente a una alberca en la que se iban introduciendo de uno en uno. Al salir por el lado opuesto les esperaba una mujer pelirroja y enjuta: Parecía que le hubiesen introducido un aspirador por el culo, vaciándola de masa corporal; sus pechos colgaban como dos diminutas bolsas de basura. La pelirroja, con un paño, iba secando al resto antes de incorporarse a una nueva formación, que tomaba el sol en medio de una explanada. Allí estaba Valeria, huesuda y desaliñada; apenas recordaba a aquella lolita con la capacidad de pervertir al monje más virtuoso. Me administré un trago. Otra de las chicas salió de la piscina, mientras la pelirroja secaba sus pechos reparé en la espantosa cicatriz que lucía donde debía figurar su pezón izquierdo. El lingotazo se me acababa de atragantar en el gaznate.