lunes, 16 de febrero de 2009

PELIRROJA

Terminada la sesión de solárium, la formación se disolvió, acudieron a un barracón que servía de vestuario y de allí salieron hacia diferentes frentes, cada uno con su tarea: el huerto, los establos, limpieza, la venta… Se movían ordenada y pausadamente, como una colonia de abejas funcionando al ralentí.

Decidí saltar al ruedo. Retrocediendo unos cien metros desde mi posición se abría el sendero que descendía al campamento. Era un camino incómodo plagado de guijarros que cedían con mis pisadas, como intentando salvaguardar alguna clase de secreto. En el último tramo, por culpa de un resbalón, casi doy de bruces con uno de los tipos, barbudo y desaliñado, que desbrozaba la entrada de la Granja. La mirada era la misma que lucía Valeria el día de su fallida liberación: pupilas, como platos, perdidas en el horizonte. El tipo sonrió mecánicamente. Aquello era como aparecer en mitad de La Invasión de los Ladrones de Cuerpos. Avancé entre los miembros de la comunidad que desempeñaban su labor, ajenos a cuanto les rodeaba.

Accedí al a un almacén de madera abierto al público. Me detuve a estudiar el tablón de anuncios que ofrecía información sobre talleres de artesanía, cursos de meditación vedanta y ponencias sobre sanación y homeopatía. Un poco más adelante un pequeño mostrador desvencijado tras el que se exponían toda clase de cultivos y productos naturales. Atendía una chica de apenas veinte años: mismos andrajos, misma mirada. De la trastienda apareció la mujer huesuda y pelirroja; de momento era la única que no exhibía mirada ausente sino que clavó en mí sus pupilas de fuego. Cada vez daba peor rollo andar por allí.

Fingí ser un comprador. Pedí lo primero que encontré a la vista: pimientos, tomates y un tarro de yogur que producían con métodos naturales. Mi médico estaría orgulloso, de existir.

- ¿Me aconsejas un producto más? – pregunté por distraer las miradas de la pelirroja que se hallaba tensa como un perro de presa.

- Nuestros melones tienen buena fama.

- Bien, llevaré uno mediano.

- ¿Clementine? –preguntó la chica que despachaba - ¿A cuánto está el kilo de melón?

Joder, era Clementine y no Clemente a quién andaba buscando; así habían errado mis indagaciones. Por fin, en una sola mañana, conseguía atar varios de los cabos que me habían atormentado las últimas semanas. Decidí salir de allí cuanto antes. Mejor no tentar la suerte porque se apoderó de mí una extraña sensación: De repente, no me pareció disparatada la idea de que la tipa ordenara mi despiece a su legión de zombies. Tan precipitado salí en mi huida que choqué contra uno de aquellos mastuerzos que empujaba una carretilla, derramando todo su contenido. Volví a sentir como se me clavaba la mirada de Clementine mientras subía la pendiente que me alejaba de la Granja.