lunes, 26 de enero de 2009

KRAKEN

Mientras preparaba la bolsa para pasar unos días en la sierra, escuchaba los golpes de las vecinas de arriba, moviéndose como rinocerontes borrachos; la discusión de la pareja de al lado que no han dejado de gritarse desde su luna de miel; el atronador sonido de la televisión del anciano de enfrente, al que algún día habremos de regalar un audífono… Demasiado ruido.

En la calle nadie da ya los buenos días, no se cede el asiento ni a la ancianita más desvalida y todos conducen como si participaran en una competición para atropellar peatones.… Demasiada hostilidad.

Los timadores tratan de estafar al pardillo y el timo se ha institucionalizado: el funcionario se escaquea, el sindicalista entretiene su jornada jugando al mus y el trabajador escribiendo a sus falsos amigos del facebook… Demasiada falsedad.

Cuando cargo mis bolsas en el maletero del coche, me siento como si me fuese de vacaciones en lugar de a seguir investigando el caso. Esta ciudad puede resultar agotadora, es demasiado el nivel de exigencia que requiere estar en la pomada. Por eso me alegro que la deriva del caso me aparte una temporada. Según me alejo por la autopista, imagino que voy recorriendo un enorme tentáculo: el tentáculo de una bestia milenaria que se alimenta de hostilidad y odio. Un Kraken que hubiera escapado de las fosas abisales y tomado posesión de la meseta. Por un momento, siento el absurdo temor de que la bestia descubra mi huida y me atraiga con su tentáculo para devorarme.

Cambia el paisaje y con este mi ánimo. Hace una mañana luminosa y en mi cabeza se instala el buen humor. Según avanzo, observo como va desapareciendo el caparazón de metal y hormigón y se descubre la verdadera piel del planeta de un verde y ocre realmente hermosos. Al desviarme de la autopista hacia la sierra, el paisaje estalla en mil variantes de vegetal y roca. Bajo la ventanilla y el flujo de aire frio contra mi rostro me despeja y pienso en por qué nos negamos con frecuencia los placeres más disfrutables.

Paro a comprar algunas viandas para no presentarme de vacío en casa de Mario: un par de botellas de Beronia, pan de horno y una frasca de licor de hierbas para la sobremesa; según se gana altura los licores pesados se vuelven menos.

Cuando llego a Mingorriana el pueblo huele a la madera en combustión de las chimeneas. Un coro de perros ladra en la lejanía pero no es ese grito enfebrecido del perro urbano, sino un grito de comunión con la tierra y el aire. Vaya, qué pastoril me vuelvo al contacto con el agro.