miércoles, 29 de octubre de 2008

UNA SIESTA

Al día siguiente tocaba dar la cara. Lo de la chica no tenía buena pinta y casi hubiera rezado porque sus secuestradores no la hubieran liberado con un tiro en una zanja. En la mansión de los Fonollosa se respiraba el mismo ambiente que en la sala de espera de un quirófano: el mismo deseo de que todo salga bien y el mismo temor contenido de cuando la operación se dilata demasiado. Aquel ambiente era fatal para mi resaca y además, tocaba justificar mis honorarios más allá de hacer desaparecer una bolsa con tres millones de euros.

- Necesito inspeccionar de nuevo la habitación de Valeria – solicité misterioso.

La sirvienta me condujo al cuarto. Nadie iba a entretenerse en subir a vigilarme pero corrí el pestillo por seguridad y me eché en la piltra, a ver si una cabezada mejoraba mi jaqueca. Estuve allí tumbado unos prudenciales veinte minutos pero el dolor de cabeza no aflojaba. Cuando me disponía a marchar, me dio por husmear en la mesita de noche de la chica. Sobre ella reposaba lo que parecía su joyero. Lo abrí para echar un vistazo a las bagatelas de Valeria y lo encontré vacío. Bajé a preguntar a la familia.

- Tal vez me equivoque pero ¿este estuche no debería contener alguna clase de joya? – La expresión de Don Emilio adelantó su respuesta.

- Es el joyero de Valeria. En el guardaba aquellas piezas que acostumbraba ponerse. El resto están guardadas en la caja fuerte.

- ¿Podría mostrármelas?

Don Emilio me introdujo en un suntuoso despacho y tras desplazar un sillón, abrió una caja fuerte empotrada en la pared. Extrajo una serie de cajas que depositó en una mesita de estilo victoriano. Con cada caja que abría la expresión de Don Emilio se tornaba más severa: todas se hallaban vacías.

- Pardo, no sabe la fortuna que nos han robado.

- Me temo que no nos enfrentamos a un hurto, Don Emilio, ni a un secuestro, sino a una fuga.