viernes, 5 de diciembre de 2008

LOS BERROCALES

De vuelta a casa vi en las marquesinas de la Gran Vía la promoción de la película Llámame Cómo Quieras curiosa adaptación de Como Un Saco Roto, versión cinematográfica de la novela de mi amigo Mario. Espero que los royalties le compensen por el bochornoso cartel de comedia romántica con que se anunciaba su película.

Me dispuse a abrir una botella de Ribera de Duero y echarme a meditar sobre el tal Clemen, que acababa de entrar a formar parte de mi investigación. Un tipo que al parecer tenía un gran ascendente sobre Valeria y le obsequiaba melones. Sonó mi teléfono celular y no pude contener la sonrisa al ver iluminarse en la pantalla el nombre de “Natalia Masdeu”.

Natalia Masdeu era en realidad Natalia Gálvez. Un día de estos debería actualizar mi agenda. La conocí en Barcelona cuando aún estaba casada y utilizaba el apellido de su marido, el conocido joyero, para el que resolví un caso de distracción de piedras preciosas en uno de sus establecimientos. Durante dicha investigación conocí a Natalia una mujer astuta que había ascendido de contable a asistente personal de Carles Masdeu y de ahí a su cónyuge. Lo cierto es que el matrimonio hubiera funcionado de no ser por las preocupaciones de Natalia: “No quiero que cuando se me caiga el pecho me abandonen por una becaria. Me gusta la buena vida, Pardo, y no soporto depender de nadie.” No fue complicado descubrir que el señor Masdeu mantenía a una de sus amantes, residente del Eixample. Esto facilitó mucho los trámites, pero hasta que se resolvió el divorcio ni Natalia, ni yo queríamos destapar quién había servido como agente doble, así que acordamos el pago en especie: Estuve varios meses tirándome a la mujer del jefe. Al regresar a Madrid pensé que mi suerte había terminado pero, de cuando en cuando, Natalia se acordaba de los viejos amigos.

En los años sucesivos y con la ayuda de la enorme indemnización que le proporcionó su divorcio, Natalia se convirtió en empresaria: Montó una cadena de tiendas de ropa exclusiva a lo largo de la Costa Brava, donde vendía camisetas de diseño a los cachorros con mejor pedigrí de Pedralbes. El negocio no era sino una excusa para pasarse cuatro meses tomando el sol en la cala privada de su chalet de S´agaró. El resto del año lo pasaba viajando, de pasarela en pasarela, seleccionando su próxima colección.

Recibí la llamada:

- Buenas noches, guapa.

- Hola Pardo ¿qué haces mañana?

- Supongo que veré a una antigua amiga.

- Ok. Estaré por allí a mediodía.

Allí era el Hotel Los Berrocales; un negocio cuya clave era ser conocido solo por sus clientes. Desde luego, la agencia publicitaria había hecho un magnífico trabajo: arrumbado en un apeadero de la autopista de La Coruña, el hotel funcionaba como picadero de artistas, empresarios, probos padres de familia homosexuales y algún ministro.

Yo era uno de los pocos visitantes que entraba por la recepción, la mayoría accedía por el aparcamiento, donde el registro se realizaba por un interfono que impedía ver y ser visto. Y desde el parking individual se subía por una escalera a cada una de las habitaciones.

Golpeé en la puerta de la 104 y escuché como cedía el pestillo, crucé el umbral y me encontré con Natalia al otro lado. La situación era un tanto chocante dado que, en aquel momento, ninguno de los dos estábamos comprometidos pero el amor furtivo era nuestra costumbre, además Natalia no quería líos.

- Hola, preciosa, cuánto tiempo – dije mientras la estrechaba. Olía a ángel.

Ve con cuidado: es de las que pueden arruinarte la vida con solo pestañear, me dijo alguien al conocer mi romance con Natalia. Sin embargo, solo los imbéciles esperan que la familia real se quede a dormir cuando te concede una visita.

Natalia se despojó del albornoz y se introdujo en la bañera de hidromasaje. Sus pechos lucían mejor que la última vez que la vi hace unos meses, aunque Natalia no era como esas bobas que a la que pueden se aumentan diez tallas el sostén.

- Pide algo, Pardo.

Telefoneé al servicio para que nos sirviera una botella champán y un buen güisqui. Los pedidos llegaban a través de una celdilla, donde la luz de una bombilla avisaba al depositarlos el camarero. Me recordaba a las inclusas.

Acompañé a Natalia en la bañera, tratando de reducir el tiempo de exposición de mi desnudo; pasados los cuarenta, mi cuerpo semeja al de Harvey Keitel en Bad Lieutenant. Servimos las bebidas y comenzamos a restregarnos. Natalia posee dos grandes virtudes: una, disfruta haciendo felaciones. Sumergió su cabeza en mi entrepierna. La otra virtud es la cantidad de segundos que aguanta sin respirar bajo el agua.