jueves, 12 de marzo de 2009

PERSEGUIDO

Debí haberle arreado con más fuerza pero en el último momento aflojé el golpe y ahora me encontraba huyendo por el bosque de un mastín gigantesco. El golpe había aturdido al chucho dándome unos metros de distancia que el animal no tardaría en recortar. A oscuras, escuchaba sus pisadas cada vez más cerca y veía la luna reflejada en sus ojos, semejando un par de luciérnagas con mandíbulas de caimán. Me dio alcance y lanzó tal dentellada que hube de ahogar mi grito, cabrón. Mientras me sujetaba la pantorrilla con sus mandíbulas, lancé una patada hacía su sombra alcanzando su mullido estómago, el perro aflojó su presa y proseguí mi renqueante huída. El animal no tardó en recuperarse, mientras yo corría a tientas arrasando toda vegetación a mi paso. Tropecé con algo, tirado en el suelo sentía como el perro se aproximaba; a tomar por culo la discreción. Saqué la linterna y la alineé con mi arma, la cabeza del mastín no tardó en entrar en foco, despacio, como saboreando una victoria. La pedrada le había provocado una brecha y la sangre le chorreaba por el morro tiñendo sus colmillos de rojo. Apunté a su cabeza cuando el animal emitió un gruñido, sufrió un espasmo y cayó derrumbado, algo había reventado por dentro.

Volví a apagar la linterna y busqué una pendiente accesible para alcanzar el camino forestal. Me costó un huevo llegar al coche: cojeaba y disipado el miedo, el mordisco había empezado a dolerme como una res marcada a fuego. Mañana me tocaría ir a ponerme la anti rábica pero por lo pronto conduje hasta una taberna para serenarme.

Después de media docena de chupitos, la cosa pintaba mejor. Ya no me escocía la pierna y pensaba con mayor claridad. No pensaba acudir a la pasma: a la familia Fonollosa no le agradaría ver a su niña implicada en semejante escándalo. Pero había que arrebatarla de manos de Angie Shepard. No quedaba otro remedio que, esta vez sí, secuestrar a Valeria Fonollosa.