lunes, 22 de septiembre de 2008

CABALGADA

Subimos escaleras arriba. Conocedora de sus virtudes, Irina tomó la delantera mostrándome una fenomenal perspectiva de sus nalgas. Nos adentramos en una destartalada habitación con ducha al fondo, una cama y una silla por todo mobiliario. Olía a ambientador pero, por fortuna, mi pituitaria fue invadida por los estrógenos de Irina en cuanto se arrimó a mí y comenzó a masajearme la bragueta. Mi pene no tardó en asomarse a saludar e Irina se acuclilló para practicarme una felación. Cuando me arrastró al catre, yo no era sino un pelele en sus manos. Su piel era suave y fría como por una pista de hielo y cuando fui consciente ya estaba dentro de ella con condón y todo. Era una profesional, supe que me encontraba en buenas manos y me dejé hacer. Aquello era mejor que el tiovivo. El mundo giraba alrededor nuestro y giraba y giraba y giraba…

Desperté, magullado y con los pantalones por los tobillos, en un callejón cuyo hedor a orín comenzaba a contagiarme. Un gato dio un rodeo para esquivarme y no me extrañó. Me levanté y subí la bragueta en un intento de recuperar algo de dignidad. Como siempre que recupero el conocimiento, inspeccione mi cartera y me sorprendió encontrar todo en orden. No tenía idea de dónde me hallaba pero me asaltó una imagen borrosa del estibador irrumpiendo en la habitación, justo en el momento en que Irina cabalgaba sujetándome los brazos. El resto era fácil de deducir: Al gorila no le gustaban los fisgones en su local y me había despachado con viento fresco. Era hora de volver a casa.

A la mañana siguiente me despertó una llamada del banco que, con el lenguaje alambicado de siempre, me informaba de un descubierto en mi cuenta corriente. Qué hijos de puta: Me habían cobrado por darme una paliza.