jueves, 11 de septiembre de 2008

ESCATOLOGÍA

Aún quedaban tres días para la fecha que habían fijado los secuestradores. Fui a comer al restaurante de mi amigo Chen. Después de devorar media docena de empanadillas, unos tallarines fritos y un plato de cerdo agridulce, Chen se sentó en mi mesa portando una botella de licor de flores. Hace unos meses, mi declaración fue clave durante el proceso que enchironó a un grupo de policías que se dedicaban a extorsionarle, desde entonces Chen demostraba su agradecimiento cada vez que paraba por allí. No tardamos en verle el fondo a la botella y me marché de allí más cargado que una meada mañanera de Maruja Torres.

Me dirigí a mi casa a echar la siesta. Tumbado en el sofá, miraba la bolsa con los tres millones y esta me devolvía la mirada. ¿Qué me impedía coger el dinero y desaparecer? La única respuesta razonable era la curiosidad. Aquel caso presentaba demasiados cabos que no conseguía atar: la maleta desaparecida, el pezón sin agujerear, el cambio de carácter de la secuestrada… Un retortijón me sacó de mis ensoñaciones. Aquella puta comida china. Dicen que a los orientales les cae mal el alcohol por carencia de una enzima pues, a buen seguro, a los occidentales nos falta la enzima necesaria para digerir sus rebozados. Pasé el resto de la tarde sin poder alejarme del wáter. Así no había manera de resolver el caso.