martes, 30 de septiembre de 2008

ENTREGA

Hubo poca actividad los días previos a la entrega. Las magulladuras, aún dolientes después de la última paliza, eran el mejor recordatorio de que lo mejor era estarse quieto, entregar la pasta, cobrar la minuta y seguir con mi vida.

Llegado el momento, las instrucciones eran claras: desplazarme hasta un pueblo cercano de la sierra, localizar un descampado en las afueras y llamar a un número de teléfono móvil que me habían proporcionado. Eran las doce de la mañana y me encontraba en posición: vacié media petaca de bourbon y realicé la llamada. No tardó en aparecer un vehículo de color negro en la lejanía, alguien descendió, parecía un hombre de largas melenas vestido con túnica. Se diría que el mismo Jesucristo venía a recoger la pasta. Sonó mi teléfono.

- Avance despacio con la bolsa hasta la mitad del terreno. Nada de titubeos.

Solicité ver a Valeria sana y salva.

- Descuide, ella misma recogerá la bolsa, nos la entregará y la liberaremos a lo largo del día, en algún punto de la provincia.

Caminaba despacio. Según acortaba distancias pude comprobar que no era la figura Jesucristo sino la propia Valeria Fonollosa la que había descendido del vehículo. Pobre niña pija, la habían vestido con harapos. Nos aproximamos. Su mirada estaba se perdía en algún punto del horizonte. Probablemente le habían administrado pastillas para dulcificarle el carácter.

- Tienen armas – me dijo. No esperaba menos.

- Tranquila, todo va a salir bien. Esta noche dormirás en tu casa.

De repente un murmullo rompió el silencio. Qué cojones era aquello. El sonido, como de sierra eléctrica, fue en ascenso y de uno de los montones de escombros surgió, en pleno brinco, un motorista. Valeria se asustó, yo estaba desconcertado. Se escuchó un disparo, el motorista cayó al suelo. Valeria tiró de la bolsa y salió corriendo en el momento que una ráfaga de disparos levantaba la tierra junto a mis zapatos. Copón. Me tiré al suelo y saqué mi arma pero el único objetivo a mi alcance era Valeria que corría despavorida hacia sus captores. Subió al coche y arrancaron. Esperé largo rato tumbado en el suelo. Cuando me puse en pie mi traje estaba hecho una pena. Afortunadamente, aún me quedaba media petaca de bourbon para templar el ánimo. Estaba deseando dar por zanjado aquel caso.

Me acerqué al motorista: estaba frito como una ración de calamares. No era un pasma. La hipótesis más plausible era que el pobre chico decidió practicar motociclismo en el lugar menos oportuno y los secuestradores se habían puesto nerviosos. Siempre tendemos a dotar la muerte de algún sentido que nos ayude a encajarla, pero la familia de aquel chaval lo iba a tener difícil: su cadáver no eran sino daños colaterales del secuestro de Valeria Fonollosa.